Punta Cardón (Falcón, 1952).
Egresado en Administración por la
Universidad Central de Venezuela, comenzó a escribir narrativa a finales
del 2002. En 2007, mención honorífica al premio Salvador Garmendia
por Cuentos de pareja y otros relatos. En 2007, finalista en
el VI concurso nacional de cuentos de la
Sociedad de Autores y Compositores de Venezuela (SACVEN) con Oportunidad
no negociada. En 2008, ganador del 63º concurso anual de cuentos de El
Nacional con Los zapatos de mi hermano. En la actualidad
dicta talleres de cuento a beneficio de la
Fundación Aprende a Escribir un Cuento (FAEC).
“Quizás una carta...”
El hombre, ya comenzando la cincuentena, apartó los lentes de sus ojos y
dejó reposar a don Alonso Quijano sobre su pecho. A través de la ventana veía
al escuálido caballero luchando a muerte con aquellos gigantescos enemigos que
blandían sus espadas al viento en giros continuos y amenazadores.
Una carta. Eso es lo que haré. Le enviaré una carta y esperaré su
respuesta. ¡Ja!, ya me la imagino. Pensará que soy un loco, que después de todo
lo que le hice, ahora... No me creerá. Se burlará de mí. Seré el hazme reír de
ella y de todos los que por ella se enteren. Bueno, los demás no me interesan;
que se vayan al infierno, me interesa ella. No sé qué hacer. No creerá lo que
le escriba. Pero, ¿y si me equivoco, y si finalmente me cree y estoy
prejuzgando una reacción que podría ser positiva? Porque es posible que me
crea, no lo puedo descartar del todo; no, no debería. Si me llega a creer sería
como una fantasía, un sueño hecho realidad, o más bien el despertar de una
terrible pesadilla... No, no, no, ¿en qué estás pensando? Ya es demasiado tarde
para arrodillarte, para pedir otra oportunidad; tu oportunidad la botaste, la
pateaste como el peor de los imbéciles. ¿Qué pretendes ahora, que con una
simple carta todo sea como antes, que te abra los brazos como si nada hubiese
pasado? ¿Por qué no?, todos cometemos errores, no soy perfecto... Sólo tengo
que decírselo, y nada mejor para eso que una carta. Pero en ese caso, en caso
de que le escriba, ¿cómo se lo digo? Nunca le pedí perdón a nadie. Bueno,
quizás este sea un buen momento para aprender.
Federico volteó y se quedó mirando el bolígrafo que reposaba cerca de una hoja sobre el escritorio de madera. Recordó cuando era niño y jugaba con sus amigos a ver quién lograba mover objetos con la mente, como aquel personaje que salía por televisión y doblaba cucharas con sólo mirarlas. La expectativa era única. Solían poner una aguja sobre una superficie lisa y hacían esfuerzos sobrehumanos para lograr un pequeño movimiento que los impresionara, algo que los hiciera saltar de emoción y después pudiesen contárselo a todos. Pero fue en vano, nunca lo lograron; tantas veces lo habían intentado y las mismas habían fallado. Sin embargo un día Federico, llamando la atención de todos, se concentró y sopló levemente mientras miraba el objetivo. Nadie se dio cuenta. Los niños percibieron asombrados el leve desplazamiento de la aguja. Fue un movimiento suave y continuo para luego volver a su posición inicial en un frágil retroceso seguido de un corto vaivén. La reacción de todos fue de tal euforia que Federico no pudo confesar lo que había hecho, así que él también terminó por creer que en verdad la aguja se había movido con la sola fuerza de su mente; hasta llegar a su adolescencia lo creyó. Hoy reconocía tantas cosas que como aquella su mente había creado, que sintió que algo se revolvió dentro de él. De pronto ya no era Don Quijote quien montaba a rocinante. A través de la ventana vio su propia cara amarga dentro de aquella armadura de metal, creando enemigos, luchando contra fantasmas, gritando al viento sus innumerables aventuras. Miró de nuevo hacia el escritorio, recostó la cabeza al sofá y pensó en intentar aquella vieja aventura telekinética sobre el bolígrafo. Se concentró, afiló la vista y lo observó por largo rato sin parpadear. Al fin se rió de sí mismo hasta sentir un cosquilleo en la nariz.
Federico volteó y se quedó mirando el bolígrafo que reposaba cerca de una hoja sobre el escritorio de madera. Recordó cuando era niño y jugaba con sus amigos a ver quién lograba mover objetos con la mente, como aquel personaje que salía por televisión y doblaba cucharas con sólo mirarlas. La expectativa era única. Solían poner una aguja sobre una superficie lisa y hacían esfuerzos sobrehumanos para lograr un pequeño movimiento que los impresionara, algo que los hiciera saltar de emoción y después pudiesen contárselo a todos. Pero fue en vano, nunca lo lograron; tantas veces lo habían intentado y las mismas habían fallado. Sin embargo un día Federico, llamando la atención de todos, se concentró y sopló levemente mientras miraba el objetivo. Nadie se dio cuenta. Los niños percibieron asombrados el leve desplazamiento de la aguja. Fue un movimiento suave y continuo para luego volver a su posición inicial en un frágil retroceso seguido de un corto vaivén. La reacción de todos fue de tal euforia que Federico no pudo confesar lo que había hecho, así que él también terminó por creer que en verdad la aguja se había movido con la sola fuerza de su mente; hasta llegar a su adolescencia lo creyó. Hoy reconocía tantas cosas que como aquella su mente había creado, que sintió que algo se revolvió dentro de él. De pronto ya no era Don Quijote quien montaba a rocinante. A través de la ventana vio su propia cara amarga dentro de aquella armadura de metal, creando enemigos, luchando contra fantasmas, gritando al viento sus innumerables aventuras. Miró de nuevo hacia el escritorio, recostó la cabeza al sofá y pensó en intentar aquella vieja aventura telekinética sobre el bolígrafo. Se concentró, afiló la vista y lo observó por largo rato sin parpadear. Al fin se rió de sí mismo hasta sentir un cosquilleo en la nariz.
No se moverá, ya lo sé. Tampoco ella volverá a mí por la fuerza de mi
mente. Entonces debo escribirle. A fin de cuentas no tengo porque enviarle la
carta. Puedo escribirla o tratar de escribirla a ver qué sale. Siempre tengo la
opción de la papelera.
Volteó hacia la ventana una vez más. Ahí estaba él, él mismo o el otro,
quizá ambos, dándose dentelladas con el enemigo que se alimentaba del viento.
Lo dejó en paz. Los dejó en paz a ambos. Luego miró el techo, después hacia el
cuadro, la foto, los libros, la lámpara, sus pies desnudos, el ruedo irregular
de su pijama, las pequeñas venas que comenzaban a destacarse al borde de sus
tobillos, el escritorio, su dedo anular derecho desnudo. Se levantó, puso el
libro encima de la mesa de noche y fue al encuentro del bolígrafo. Por un
momento pensó que era su espada. La tomó en forma de puñal y en un movimiento
brusco asestó una herida profunda a uno de sus enemigos. Vio caer el cadáver a
sus pies, respiró profundo y se sentó satisfecho frente a la mesa.
¿Por dónde empiezo? Bueno, que tal si le cuento lo del sábado. Pero el
sábado no pasó nada interesante, todo lo contrario, fue un día aburrido.
Puso un pie sobre el cuello del cadáver del enemigo que por un momento
pareció resucitar, lo mantuvo firme con la mayor presión que pudo y
comenzó:
“Querida Elena:
Pasé por la floristería de la señora Eugenia a comprar un ramo de
claveles. Elegí los blancos, como siempre lo hacíamos. Ella los seleccionó con
mucho cuidado, me imagino que pensando que tal vez eran para ti. ¡Qué curioso!,
ya han pasado más de dos años y todavía se sienten las esperanzas de quienes se
acostumbraron a vernos juntos. Sin preguntarme cortó sus tallos a la altura que
tú solías pedirle, le colocó unas brisas, unos eucaliptos y unas ramas de
helecho, tal cual te gustaba. Con los ojos brillantes me entregó el ramo
envuelto en papel celofán con un bello lazo rojo que no le pedí. Ella misma lo
hizo mientras yo miraba sus manos gastadas. No preguntó por ti, pero yo sé que
quiso hacerlo.
Fue el sábado pasado. La mañana estaba fresca y no tenía ganas de hacer
nada, pero me animé un poco después de comprar las flores. Luego fui al centro
comercial —recuerdo cómo te gustaba ir de compras— compré algunos libros, un
disco de Schubert que estaba en oferta y el periódico. Pasé por el supermercado
y, como siempre, no supe cuánto comprar de verduras para hacerme una sopa.
¡Ah!, tu sopa. Después me senté en un cafetín, pedí un té y me dediqué a ver
pasar a la gente. Había un grupo de niños comiendo unos helados gigantescos.
Tenían la mitad de la cara blanca y las manos pegajosas. También vi a muchas
parejas: algunos tomados de la mano con la mirada iluminada por las vitrinas, y
alguno que otro solo, como yo, solo, esperando no sé qué, como yo. El té estaba
caliente por lo que me instalé a tomarlo con paciencia. Su reconfortante olor
venía directo a mi cara. Pensé en el apartamentico que alquilé en Las Palmas y
me dio risa que a excepción del juego de cuarto, el escritorio y algunos
libros, no he comprado otra cosa. No he podido hacerlo, no me provoca. Sé que
necesito sillas, mesa de centro, estante para los libros, cortinas y tantas
cosas más, pero no he tenido fuerzas para entrar a una tienda sin ti. Las
flores las puse en la mesita de noche donde suelo poner el Don Quijote que aún
no he terminado de leer, ¡qué pena con don Alonso!
Allí, mientras miraba a toda esa gente de vida normal que caminaba por
el centro comercial y tomaba un sorbo de té, de pronto, sin premeditarlo, sin
saber por qué, sentí una angustiosa necesidad de comprar todo de nuevo. Sí,
comprar otra vez todo lo que una vez juntos compramos. Como el cuadro de los
árboles en medio de aquella tenue neblina, ¿recuerdas? No sé, imaginé que si
íbamos a comprarlo de nuevo, de nuevo vería tu rostro iluminarse, igual que
cuando lo colgamos de la pared y diste unos pasos hacia atrás para apreciarlo
mejor. Pensarás que estoy fuera de mí, que estoy delirando y que esta es otra
de mis locuras, pero no es así, sólo pasó. Fue un impulso que no pude contener
y que aún persiste. Y como el cuadro, también pensé en la alfombra persa que
tanto te gustaba. Recuerdo tu pecho expandirse cuando llegamos a casa y la
desplegamos en el centro de la sala. Lucías tan feliz que quisiera ver de nuevo
esos ojos negros admirados en aquella maraña de colores.
Una señora se sentó en la mesa de al lado. Me sonrió y pidió un café.
Cuando se lo trajeron y le añadió el azúcar se quedó extasiada viendo el fondo
del remolino que se formaba al girar la cucharilla, o quizá el color de la
espuma, no sé. Tenía tus mismos ojos grandes y expresivos, igual de grandes y
de negros… Como ves, sigo hablando de varios temas al mismo tiempo. No sabes
cuánto te agradezco el nunca haberme criticado por ello. Pareciera una
tontería, pero “ésa”, como tú la llamabas, no lo soportaba.
Mientras la señora movía la cucharilla con aquella paciencia que me hizo
recordar a la abuela cuando bordaba surgieron otras cosas que me gustaría
volver a comprar contigo. Las rosas que teníamos en el patio, por ejemplo. Al
principio no supe por qué pensé en ellas, pero luego entendí: recordé cómo
cerrabas los ojos cada vez que aspirabas su olor… Antes no le daba importancia
a esos detalles, lo reconozco…, así cambian las cosas. También compraría el
libro de poemas, el de Neruda que tanto te gustaba, para leerlo recostado en
tus piernas como solíamos hacerlo, al principio, cuando todavía yo no era el
otro y tampoco éste que ahora soy. También compraría aquel perfume que solías
usar. El otro día se lo sentí a una mujer en el ascensor y no pude evitar
decírselo, decirle que era el que tú usabas y que me perdonara por el
comentario. Ella me dijo que no me preocupara, que entendía perfectamente.
Ahora me pregunto qué es lo que ella entendía. También el apartamento de la
playa; abriría de par en par las puertas del balcón y nos sentaríamos allí como
antes, frente al mar, a mirarlo, a mirarte. Ah, y el suéter rosado que tanto te
gustaba; lo compraría otra vez para borrar de mi cabeza tu cara triste cuando
lo olvidaste en el parque aquella tarde lluviosa.
Ya estoy exagerando con tantas cosas. Pero, ¿qué importa? La posibilidad
de arrepentirme me da coraje, la papelera me hace sentir valiente.
¡Y la cama, cómo olvidar la cama! La compraría ya mismo si me lo
pidieras para revivir aquella noche de estreno, y para otra vez sentir tu
cuerpo tibio junto al mío, el sonido de tu respiración cercana, arrullándome y
haciéndome sentir seguro. Compraría también todos los boletos de cine y teatro
a los que asistimos en aquellos años, para, nuevamente, si pudiéramos, ver las
mismas películas y las mismas obras, y de nuevo, igual número de veces, pasar
mi brazo sobre tus hombros y sentir que no me falta nada.
Ya me he puesto poético. No quiero ser cursi. Aunque nunca me criticaste
por ello, todo lo contrario, sé que te gustaba el tono poético y melancólico
con el que te escribía. Qué tiempos aquellos. A veces me pregunto por qué dejé
de escribir poesías, ¡por qué dejé de hacer tantas cosas!... La señora
del café se levantó. Era como de tu edad, tenía el pelo sujeto con algo color
carey y unos lentes gruesos que caían sobre su pecho sujetados por una cadena.
Me sonrió nuevamente. Sentí que teníamos algo en común. Tus mismos ojos. Caminó
hasta que la vi desaparecer al final del pasillo. No volteó. Quizá quiso
hacerlo, pero no lo hizo.
Tantas cosas quisiera comprar de nuevo, Elena. Sería una forma de
retroceder en el tiempo, una forma de empezar, de revivir los momentos que
desconocí como felices.
Algo que nunca olvidaré fue cuando compramos el carro. ¡Tenías una cara!
Lo compraría cien veces si pudiera volver a ver tu rostro cuando lo viste por
primera vez, al sentarte frente al volante, al aspirar su olor a nuevo y al
observar maravillada aquel complicado tablero. Pasearíamos de nuevo por la
ciudad, tú al volante y yo a tu lado acariciando tu cabello. ¿Y la agenda? La
de los pensamientos bonitos y los colores pasteles. Inolvidable. En ella
planificábamos emocionados todo lo bueno que haríamos el año siguiente. Sí, la
compraría otra vez para reescribir cada instante que pasé a tu lado y,
debo reconocer ahora desde esta esquina perdedora, para borrar de ella las
promesas incumplidas.
No quiero darle más chance a la papelera que al destino que en verdad
pretendo para esta carta. Sólo una cosa más te propongo comprar: el anillo,
¡cómo podría olvidarlo! Sí, aunque te parezca una locura y pienses que estoy
bajo los efectos de aquel otro que arruinó mi vida, y casi también la tuya,
compraría de nuevo mi anillo de bodas, el que despreocupado perdí en no sé
dónde, para usarlo nuevamente en el dedo que lo dejó escapar y lucirlo
orgulloso como mi mayor tesoro.
Hoy el Quijote estuvo más difícil que nunca. Las páginas se están
moviendo solas. Desde aquí puedo verlas sobre la mesa de noche (ya sé que no
soy yo quien las mueve, aunque si tuviese ese poder ya sabes lo que haría:
pondría un lazo alrededor de tu cuello y te haría venir de inmediato). Ya es
media noche. Los claveles están hermosos. La mirada brillante de la mujer de
las flores y la sonrisa de la señora del café no salen de mi cabeza. Don
Quijote sigue combatiendo a sus adversarios, como
yo.
No sé si te enviaré esta carta. Depende de quién gane la batalla de hoy.
Siempre la pierdo, lo sé, pero hoy tengo esperanzas. Mis enemigos son
poderosos, tanto como los de mi adversario: habitan en ese lado oscuro del alma
que a veces se vuelve incontrolable. Pero no hoy, hoy los venceré, los
aniquilaré para siempre; y si no mueren, me encargaré de mantenerlos dormidos,
sumisos a la voluntad del que se pretende más fuerte.
Perdona la disertación. La papelera me ayuda. La puedo tocar con mis
pies. Justo ahora estoy sintiendo su superficie fría y lisa. He pensado en
darle una patada y enviarla lejos, pero prefiero tenerla cerca por si el
cadáver revive. Aunque no pienso quitar mi pie de su cuello, temo que mi pierna
llegue a cansarse y mi voluntad sea doblegada. En ese caso ella es la salida.
Una salida cobarde pero salida al fin, protegida por mi soledad y objeto de
satisfacción y burla de mis enemigos.
No sé que más decir. Por fin me dio un poco de sueño. Ya no tomo
manzanilla en las noches. Me da pereza prepararla. Además, por más que lo he
intentado, nunca me queda igual.
Elena, ya no te quito más tiempo. Sé que soy el culpable de haber
perdido todas esas cosas, de haberte perdido a ti. Pero dime, dime si te
gustaría acompañarme a comprar todo de nuevo, aunque no sean las mismas cosas
que una vez compramos, aunque ya no seamos tan jóvenes.
Federico".
La mujer leyó la carta, la puso sobre la mesa, se sentó y escribió:
Querido Federico:
Leí tu carta con mucha atención, es tierna y conmovedora. Y tienes
razón, me encanta (tendría que decir más bien que me encantaba) ese tono
poético y a veces melancólico con el que escribes. Sólo quería decirte que no hace
falta que compres todo de nuevo. Estoy dispuesta a venderte todas esas cosas
que juntos una vez compramos.
Cariños, Elena
1 comentario:
Heberto,
Buen cuento, te regodeaste. NO esperaba otro final,
Saludos,
Blanca
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