Todos
dijeron que allí se comían sándwiches de pollo divinos. Los pedimos.
Sorpresa. Sabían igual a los de la infancia. Simples, hechos como los que
hacían las madres con los restos del pollo del almuerzo, una rueda de tomate y
una hoja de lechuga. Comimos en silencio mirando con gusto el verdor que nos
rodeaba en aquella parada de camino pobre, en un lugar boscoso. De pronto me sentí
parte de algo más amplio, algo importante que nos trascendía y, a la vez, nos
acercaba aún más entre nosotros, ese grupo de chicos rebeldes que salíamos de
vacaciones por el fin de semana cargados de guitarras y mil cajas de
cigarrillos y sin avisar en casa adónde íbamos. Los recuerdos flotaban
sobre la mesa. Las madres. Las rebanadas de pan saliendo de la
tostadora, calientitas. Nadie se atrevía a romper las pompas cristalinas sobre nuestras cabezas y así permanecimos hasta que nos trajeron la cuenta.
Aquél fue el gran recuerdo de ese verano. Ni epopeyas ni batallas transgresoras
ganadas a los padres. Era, y por mucho tiempo fue, aunque nunca más
volvimos, el lugar ideal.
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