El paisaje cambia respecto a la luz, ese secreto lo usaron los
impresionistas para pintar una y otra vez el mismo sujeto, la catedral en la
mañana, al mediodía, en la tarde. El estanque cubierto de estaciones, el río
nunca el mismo río. Todo cambia, cada viaje tiene su propia luz, su lugarcito
nuevo, ese espacio en el que uno no se había fijado antes. Todo cambia, se
esconde entre los claroscuros.
Hace seis meses estuve de expedición en Brooklyn, era el verano
indio, los rayos de sol alargaban las tardes, las noches eran cortas y los días
se me hacían inmensos. Entonces me iluminaron los puentes, cruzar hacia
Manhattan por tres puentes tan distintos fue extraordinario. Ahora entro a la
ciudad por ferri, en un barco anaranjado que zarpa cada media hora. Adentro nos
subimos miles de personas, adentro cabemos miles de personas, todo tipo de
personas. En una de esas travesías iba una mujer muy enamorada, soportaba el
frío en sandalias y vestía un vaporoso vestido de algodón, iba de
primavera sin darse cuenta que el invierno seguía sin despedirse, iba tan pero
tan enamorada que sólo podía verse en los ojos de su pareja. Las parejas
siempre son imágenes hermosas para el recuerdo, son como postales que uno
guarda en la memoria. En otra vuelta me fijé en una joven que lloraba, lloraba
desconsolada y yo me decía que no iba a meterme, pero siempre me meto, así que
le pregunté si necesitaba ayuda y ella escasamente me sonrió antes de contestarme:
“No, thanks”. “No sé lo que te
ocurre, le dije, seguramente tampoco puedo ayudarte, tan sólo puedo decirte que
mejorará, eso que crees tan terrible pasará y vendrán días mejores. Hoy
aférrate a lo hermoso que se ve el río y de a poquito llegará la luz”. Ella se
despidió con una pequeña sonrisa y sabiendo que no hay más, que a los otros
únicamente se les acompaña un trecho del camino, seguí. “Ya, dum, be, yaaa, dum, be” eran los gritos de un hombre, iba de
un lado a otro, en la sala de espera del Terminal, gritando, caminando,
gritando, creo que es la primera vez que veo a alguien que sufre el síndrome de
Thoreau. Un hombre que no puede controlar su cerebro, que deambula según
las exigencias de una mente terriblemente atormentada. “Hay gente que sufre cosas
tan terribles”. Nunca entenderé, sólo admiro la fuerza que tienen, yo que
camino las calles y me siento tan valiente, ellos que luchan a
diario, que luchan consigo mismos, desde su propia cadena, desde sus cuerpos
cárceles, como una enana que iba en silla de rueda en Union Square, era una más
y era a la vez el mayor símbolo de los seres humanos, la perseverancia, la
valentía, el coraje, la fuerza de vivir.
Soy afortunada, siempre lo he sido, así que celebro esta tarde el
frío, el gris que se expande por la ventana, el poder estar aquí, tener esta
casa inmensa, esta casa que voy calentando, estos cuartos que voy haciendo
míos, esta sala que da a los árboles, a los techos de las casas y a un puente
enorme que iluminan por las noches. Es una casa para una escritora, lo es.
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