Escritora venezolana egresada de la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela, UCV. Cortazariana de alma y corazón, desgrana morelianas en la intimidad de su estudio. Autora del libro de ensayo "Los umbrales de Rayuela" y otros. En 2008 gana Mención en el Premio de Ensayo "Literatura Solar" en el Estado Mérida. Autores venezolanos le da la bienvenida.
Para Victoria, que me explicó por qué las mariposas son amarillas.
Una
mañana de principios de junio salí hacia mi trabajo como de costumbre y, al
llegar a la avenida Lecuna, me quedé con la boca abierta viendo, al igual que las
demás personas, cientos de mariposas amarillas que volaban en medio de esa
locura urbana de gente que corre, bocinas, humo negro y motorizados que
amenazan con zamparle un coñazo con su moto a quien se les atraviese. Ellas
(las mariposas) se desplazaban tranquilas, con su vuelo característico.
Naturalmente no era habitual ver miles de alas amarillas hendiendo la rutina
de una avenida contaminada por los cuatro costados. Escuché que una mujer le
decía a otra, tal vez una desconocida, que eso debía ser una migración. Un
hombre rechoncho afirmó que venían de El Ávila, «pero El Ávila no queda de ese
lado» pensé, al mismo tiempo que miraba en dirección al Nuevo Circo, que era
de donde venían las mariposas, pero no tenía ánimos de conversar o entrar en
una discusión estúpida con nadie. Otra señora exclamó ¡nada de eso!, están
buscando un lugar más cálido para poner sus crías, como los salmones que migran
lejos para desovar. «Bueno, bueno», me dije, mientras seguía el espectáculo
amarillo que cubría el cielo, «las mariposas no desovan». Una jovencita maravillada le decía a su mamá (creo que era su mamá) que eso le recordaba la Montaña de Mariposas. Entendí que se
refería a la novela de Homero Aridjis y no pude evitar poner atención a ese
comentario porque la madre le respondió que ella, en cambio, recordaba a Cien años de soledad, y tal vez Mauricio
Babilonia estuviera por ahí cerca. «¡Ah!, intelectuales o lectoras», pensé, «no,
definitivamente lectoras, si fuesen intelectuales darían una explicación entomológica».
Me volví hacia ellas para ver si las conocía, por la editorial pasan muchas
personas diariamente, pero éstas al menos no han estado por allá, porque no
reconocí a ninguna de las dos.
La
gente se paraba en todas partes para seguir viendo, o siguiendo, el vuelo de
las mariposas que parecían papelillos caídos del cielo, una lluvia de flores
amarillas. Una señora aseguró que Ochún se estaba sacudiendo su manto de
estrellas. «Segurito que ésta es santera», especulé mentalmente, con la mirada
bailoteando por el enjambre de pétalos amarillos que seguían su ruta en bandadas
majestuosas. Otra mujer dijo que esas cosas le daban miedo porque podía
anunciar una catástrofe, como un terremoto por ejemplo, pero una voz masculina
(no vi quién era), le respondió que ese acontecimiento auguraba felicidad. «Ojalá
sea así» pensé, imaginando a mi razón con un pie en el territorio ilógico de la
lógica y el otro en el mundo ordenado de las cosas reales. El campanario de la
iglesia Santa Teresa comenzó a repiquetear sus notas, que también son como
pétalos que vuelan despacio y llenan el aire de siluetas sacudidas por un
compás sinuoso. La voz infantil de una nena me obligó a poner atención
nuevamente a otro comentario, el mejor que escuché ese día. La niña le
explicaba a su madre que las mariposas eran amarillas porque cazaban la luz del
sol para comer. «¡Qué lindo», pensé, y me volví para verla, logré mirar su
carita risueña un minuto antes que la mano de su madre la halara hacia la
estación del Metro. Las vi alejarse, la mamá riendo de las cosas que decía la
niña y ella brincando alegremente con sus moñitos bamboleándose al compás de
sus saltos. Esa explicación quedó danzando en mi mente como una de las tantas
mariposas que se alejaban en su vuelo seguro.
Dos
transformistas, posiblemente exiliados del bar La crema, también comentaron con voces melifluas, perdidas en un
aflautamiento inútil, lo raro de las mariposas en plena avenida, tan atarantada
y llena de locos.
—A lo mejor están como
nosotras, bellas y perdidas—, dijo una de las voces.
—Yo no estoy perdida
mana, aquí la única perdida eres tú—, respondió la otra.
Se
rieron y cruzaron la calle corriendo tomados (o tomadas) de la mano y
respondían con morisquetas los insultos que le lanzaron unos conductores. Se
encaminaron hacia la placita de la iglesia. La escena me sacó de alelamiento y
recordé mi horario, la oficina entre miles de oficinas, el trabajo de lunes a
viernes, la ansiada quincena, los chistes de mis compañeros y el compromiso de
la tarde. Hoy tengo que ir otra vez a una reunión de intelectuales, Gisela es
quien se encarga de asistir al club de escritores, porque es la representante editorial. Ella es una
veterana en esas lides para prometer todo lo que nunca se cumplirá, espantar
cualquier lirismo intenso, cualquier ripio cargado de vino, cualquier tropo
picante de esos que sirven allí con eructos y picaditas de ojo, pero está de
vacaciones y me toca ser su suplente. Antes
iba la secretaria de Gisela, una muchacha muy alegre que se llama Betty, pero
los intelectuales se molestaron porque se reía cuando declamaban sus poemas.
Ella me contó, torciéndose de la risa, que no sólo le parecía demasiado cómico
la forma cómo entonaban cada palabra, sino también la manera (o manía), de
poner los ojos en blancos le daban unas
ganas de reír incontrolables, como si esas voces le hicieran cosquillas. A
mi tampoco me gustan esas sesiones donde
la habladera de paja es suculenta, pero es mejor que quedarse en casa viendo el
noticiero estelar y esperando una llamada de Miguel que nunca volverá a
llamarme.
Las mariposas danzan hacia el este estampando el
espacio con sus alitas amarillas. Sigo viendo su revoloteo amarillo por todas
partes mientras recorro el mismo trayecto de todos los días, quiero decir, de
lunes a viernes porque los sábados y los domingos prefiero quedarme en la cama
hasta las diez o las once. Si está lloviendo entonces me quedo acostada todo
el tiempo que pueda, con breves incursiones a la cocina para buscar café o algo
de comer, idas al baño y nada más.
Las
mariposas siguen en su baile de viento y campanadas, los transformistas están
sentados en un murito de la plaza, al lado de otros que tienen unas tetas
cojonudas. El aire se siente limpio (a pesar de todo), llovió toda la noche,
pero en la madrugada comenzó a escampar, quedó un rocío titilante que poco a
poco fue desapareciendo para que este sol paliducho alumbre el día y las flores
que lucen hermosísimas en el quiosco de la plaza. ¡Coño!, con un día así no
provoca ir a trabajar. No dan ganas de encerrarse en esa oficina donde Sergio y
Rivadeneyra, dentro de media hora exactamente, comenzarán a discutir por algo,
como si tuvieran un acuerdo tácito. A las nueve y treinta minutos de la mañana,
inician una discusión por cualquier tontería, generalmente una noticia, pasan
el día recordándolo a cada rato, o cada vez que tienen tiempo, entre planilla y
planilla, «este libro no va y éste tampoco porque no hay presupuesto». Vuelven
sobre el tema una y otra vez, así van hasta el almuerzo. Regresan, vasito de
café en mano, con variaciones sobre el mismo tema en el que ninguno de los dos
da su brazo a torcer. Cuando se acerca la hora de salida, al mismo tiempo que
se ponen las chaquetas o arreglan unas carpetas o echan llave a sus casilleros,
se prometen continuar esa vaina al día siguiente, pero eso nunca pasa. Al siguiente
día, a las nueve y treinta minutos, comienzan a discutir por algo que el día
anterior ni siquiera figuraba en el tema que discutían. Siempre me ha parecido
que son estrategias para hacer diferente algo en la rutina de planillas,
llamadas telefónicas y la luz incandescente de los monitores.
Sergio
ha dicho que le gustaría morir como un gran ídolo, pero él no ha encontrado
todavía ese algo o ese alguien que le produzcan verdaderas ganas de morir porque lo mejor de ese tipo de muertes es convertirse en noticia
sensacionalista, en nota extravagante que hasta pueda desatar un Efecto Werther. Él ha confesado más de
una vez que le gustaría ver desde el más allá a cientos de personas
suicidándose por él (en caso que decida suicidarse).
Las
mariposas forman un mosaico contra las Torres del Silencio. Me detengo para
verlas un rato más antes de entrar en el laberinto de pasillos y escaleras y
ascensores que me llevarán hasta mi oficina. Parecen un almácigo amarillo en
los muros escarapelados de la Torres. Aún es temprano, todavía puedo remolonear
un poco más, como si estuviera en la cama un día sábado o un domingo, pero
caminando y viendo las mariposas amarillas. De pronto recuerdo que soñé con
murenas, eran verdes y se retorcían en el plato, me puse histérica y cuando
vino el camarero le di un chicotazo por la cara con la murena fría y escamosa
que seguía retorciéndose en mi mano. Con esa lógica estupenda de los sueños, el
altercado entre el mesonero y yo no parecía importarle a nadie porque una
pareja que estaba en la mesa vecina seguía comiendo tranquila, sin inmutarse
siquiera, sin dirigirnos una mirada, como si no existiéramos. En otra mesa, un
señor mayor, con anteojos redondos, narraba una historia a dos niños que
seguramente eran sus nietos, era un cuento demorado, con descripciones precisas
acerca de una lámpara que condenaba a quienes veían su luz y los dejaba ciegos
con el recuerdo de las imágenes conocidas hundiéndose para siempre en una
modorra parecida a la muerte. El viejo de la mesa llamaba a cada objeto por su
nombre exacto, tenía una dicción admirable. Mientras el mesonero me decía que
la murena estaba bien cocida, yo vi que la mitad de su cara se ponía verde,
como la murena, pero supe con esa certeza que sólo se tiene en sueños, que el color
verduzco era efecto del porrazo con la murena fría y escamosa.
Qué
maravilla hay en los sueños, en esa dimensión donde no tengo que asumir mis
carencias, donde no puedo pensar que casi nunca pasa nada. Aquí, parada en el
borde de esta acera, antes de entrar por el boquete que inaugura los pasadizos
de Las Torres, sí pienso que pasa algo. Detrás de no pasa nada, sí está pasando algo, de hecho están pasando muchas
cosas en eso que llamamos transcurrir del tiempo. A lo mejor el tiempo (nombre
para designar una abstracción, símbolo caprichoso como todos los de su raza),
está ocultando algo o simplemente nosotros no podemos ver eso que no se escurre.
Quizá, él no se desliza como decimos o pensamos. Tal vez es tieso como una
estatua, tal vez somos nosotros quienes nos deslizamos por una especie de
tobogán sin nombre que ahora los científicos llaman hoyos negros. ¿Acaso Alicia
ya no se deslizó una vez por un agujero negro hace muchos años? Quizá nosotros
nos deslizamos constantemente por esa jalea hasta adentrarnos en otra cosa que
no tiene nombre tampoco.
Una
nueva ola de mariposas, más densa que las que he visto antes, pasa por la
avenida, llena la plaza con un fragor suave de alas como pétalos. La gente hace
conjeturas acerca de esa migración inesperada, pero luego siguen hacia sus
destinos, olvidan este tramo de su día porque hay demasiados acontecimientos
pasando segundo a segundo en esta vorágine incierta. Es tan hermoso ver esto
aquí, donde no hay peligro de quedarnos atascados en una latitud pegajosa del
tiempo. Miramos un momento, nos maravillamos, luego vamos corriendo hasta la
oficina y allí todo este prodigio, que rompe por un rato la monotonía urbana,
queda ensartado en el recuerdo, como una postal onírica. Tal vez en la tarde,
cuando salga de la oficina, todavía queden algunas nubes de mariposas amarillas
buscando la luz del sol para cazarla en el ocaso.
3 comentarios:
Una historia muy bien contada.
muy bien tienes una forma de relatar muy interesante! y lo de los destellos amarillos! (las mariposas) posible mente estén emigrando hacia una sona de alimentación mas abundante!! o simplemente por el desorden d clima que tenemos! saludos de mis padres! habla Ibra!
conocí este cuento leído por su autora en la filven 2010 en parque Fracisco de Miranda.
su narrativa conjuga imágenes cotidianas palpablemente exquisitas fluida,realmente me encanta.
"que maravilla hay en los sueños,"
"las mariposas eran amarillas por que cazaban la luz del sol para comer"
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