7 de agosto de 2010

ANTES DE LA INDECENCIA, por Graciela Yáñez Vicentini

Graciela Yáñez Vicentini, cronista, escritora, reseñista, letrada, librera venezolana, nos deleita con esta deliciosa crónica acerca de su pasión por la obra del dramaturgo venezolano Moisés Kauffman.
Autores Venezolanos le da le da la bienvenida a su página.

But Kaufman doesn't just run roughshod over his characters on the way to the big epiphany. He allows them room to make plenty of wisecracks, as well as mistakes; he gives them space to be human.

Stephanie Zacharek





Cuando me enteré de que estaban presentando 33 Variations de Moisés Kaufman en Broadway no supe si llorar o reír. Me inclinaba más hacia la risa, supongo, porque en el fondo sabía que, a pesar de mi miserable condición de venezolana desempleada viviendo en el extranjero y dependiendo de los caprichos de Cadivi, me las ingeniaría para ir. Trabajaría en Starbucks una semana si era preciso ―preferiblemente en The Virgin Megastore de Union Square que en ese momento todavía existía y era para mí algo así como Disneylandia― o hasta me lanzaría una a lo Lado oscuro del corazón y me dedicaría a vender poemas en los bares que había conocido con mis amigos cubanos. No recuerdo ahora cuánto costaba la entrada más barata, si 60 ó 75 dólares o una cifra aún más risible para mí en esos momentos. Lo que sí recuerdo es que era febrero y que, a partir del principio del año en curso, Chávez había reducido el cupo de Cadivi a la mitad de lo que había sido el año anterior. Y que esto significaba, para mí, que aunque tuviera los bolívares de respaldo en mi cuenta para ir a la obra sin sacrificar mi subsistencia hasta el próximo mes (en que volvía a Caracas), igual no tendría los dólares para ello, pues el restante de mi cupo de Cadivi apenas alcanzaría para cubrir mi renta y el par de trozos de pizza que se había convertido en mi consuetudinario almuerzo. La situación era crítica, pues, y, en medio de semejante crisis, exquisiteces como presenciar la última joya de Kaufman eran prescindibles. No para mí, claro, que ya estaba planteándome la posibilidad de la huelga de hambre absoluta ―total, lo de las pizzas no estaba engañando realmente a nadie, mucho menos a mi estómago― porque también sabemos que en medio de una crisis los consuelos espirituales son la única limosna posible para el hambriento. Algo así como el chocolate Wonka para Charlie el de la Chocolate Factory (ahora que lo pienso, uno de los consuelos espirituales que me permití algunas veces fue entrar a Max Brenner’s Chocolate Factory, donde descubrir que el chocolate venezolano es de los primeros que te ofrecen en el menú no tuvo precio… o, al menos, fue tan emocionante como enterarme de la obra de Kaufman).



Después de haber visto I Am My Own Wife en el último Festival Internacional de Teatro que se celebró en mi extrañada patria, en 2006, todas mis intuiciones e ideas sobre cómo hacer teatro y de lo que puede hacerse a través del teatro fueron violentamente sacudidas y el nombre del director más brillante de la actualidad se incrustó de un golpe en mi cerebro. Sí, ese director era un venezolano que vivía en mi ciudad predilecta ― quizás por eso, cuando empaqué mis cosas para NY, incluí la libretita que había comprado en el festival, con el travesti vestido de negro y las antigüedades del museo como foto en la portada. La libreta terminó siendo mi amuleto de viaje, un amuleto útil además, porque la cargaba conmigo para todas partes y anotaba datos, teléfonos, direcciones, lo que hiciera falta. Así que, de una forma u otra, había pasado toda mi estadía en Nueva York con Moisés Kaufman, recorriendo la ciudad bajo su estrella. ¿Cómo no ir a ver sus variaciones?
En algún momento le comenté mi dilema a mi roommate venezolano, el gran Eliécer, que me había rescatado de una situación habitacional digamos, poco afortunada, y que en esta ocasión volvió a brindarme un rayo de luz. Me brindó la respuesta que buscaba: las entradas para estudiantes, a 25 dólares o algo parecido, que vendían siempre una hora antes de la función. Mi carnet internacional de estudiante estaba más que vencido, pero Eliécer insistió que lo intentara con cualquier carnet venezolano. Para mi sorpresa, le quedaban algunos meses vigentes al de la UCV. Así que decidí probar suerte y me lancé al Eugene O’Neill donde estaban presentando la obra.
Era uno de esos días en que te reconcilias con el azar, el universo es una maravilla y no te cabe en la cabeza que haya gente que no pueda ser feliz. Porque el azar es perfecto ― claro, cuando se pone de tu lado (lo estoy dejando por escrito, que conste, y estoy segura de que nadie me lo va a discutir). Y para qué negarlo: ese día eran perfectos el azar, la ciudad, el frío coñoemadre, las calles, sobre todo las que llevaban al teatro; la taquilla, sobre todo donde me atendieron; el que me atendió, sobre todo cuando me aceptó el carnet ucevista sin rollo alguno. Pero lo más perfecto de todo (si es que eso es semánticamente correcto) fue la función, porque el día que casualmente escogí para ir resultó ser en beneficio del Tectonic Theater Project, fundado por Kaufman en 1991, lo que hizo que la estrella en persona diera unas palabras antes del espectáculo. Yo nunca lo había visto, ni siquiera en foto, y ahora lo estaba escuchando en vivo y en directo, viendo su cara y sabiendo que sería parte de la audiencia durante esta presentación. Como comprenderán, esto fue demasiado para mi vocación de groupie. En el intermedio, lo vi pasar, rodeado de gente que lo buscaba; recordé mi libreta del FITC 2006, metí la mano en mi bolso y me preparé para abordarlo. Esperé que las hordas de entrometidos lo dejaran respirar, me le acerqué y lo llamé por su nombre, con el acento más venezolano del mundo. Recordé que mi papá hizo eso una vez con José Canseco ―“Pepe” para los paisanos― en el Oakland Stadium y el muy presumido ni pestañeó. Pero ése no iba a ser el caso aquí, obviamente. Moisés se dio la vuelta, miró la libreta que yo señalaba con el dedo, emocionada, y me escuchó atento mientras le decía que ésa era la mejor obra de teatro que yo había visto en mi vida. Hoy en día, pienso en ese microdiálogo y la respuesta de Kaufman todavía me causa gracia. Yo creí que le estaba diciendo lo mejor que se le puede decir a cualquier persona sobre su obra, y sí, mi entusiasmo sobre I Am My Own Wife le hizo sonreír, pero… como buen genio, Kaufman siempre desea más, desea mejor. Su respuesta fue, simplemente: “Hasta hoy, esperemos”. Y me hizo irme del teatro esa noche con la comparación inevitable entre 33 Variations y I Am My Own Wife dando vueltas en el cerebro.
I Am My Own Wife había hecho conmigo lo que Edipo, rey hizo alguna vez con Aristóteles (salvando las distancias, obviamente). Me pareció la obra de teatro perfecta. El guionista, el director y el actor se reunieron para formar el trío ideal en torno al personaje que inspiró la obra, también ideal para esta trinidad, como no podía serlo otro tema; ni otro actor, ni otro creador.
De alguna manera, 33 Variations hacía exactamente lo contrario: planteaba, ya desde el título, ya desde el tema, y ya desde su puesta en escena, la idea de la posibilidad, del chance; y por ende del ensayo, del error. Me impresionó que las funciones que se estaban dando para esos momentos eran anteriores al estreno: eran, a su manera, ensayos. Así como cada puesta en escena, cada línea que dice un personaje, cada improvisación o no, cada ejercicio teatral, no es más que eso: un ejercicio, un ensayo, una variación. Kaufman juega inteligentemente con este planteamiento que se deriva, en este caso, de las variaciones musicales de Beethoven para devenir juegos escénicos, diferencias humanas, versiones de lo que puede ser una puesta en escena con respecto a otra y a otra y a otra de la misma obra. 33 variaciones de lo mismo: infinitas variaciones de lo mismo.
Todo esto me llevó de vuelta al único actor de I Am My Own Wife, representando 35 personajes en un monólogo que se abre a la multiplicidad de interlocutores que parten del mismo protagonista, del mismo actor multifacético. Aquí, lo múltiple nace en y desde la unidad perfecta.
En 33 Variations, es esa misma unidad ―en un movimiento pendularmente opuesto― lo que atrae fuerzas de distintos orígenes que se creen dispersos pero que confluyen sobre un solo eje que acaba siendo parte de la misma totalidad. Durante esta obra ―o, al menos, durante la puesta en escena que yo presencié― recuerdo que llegué a pasmarme ante tres escenas dándose simultáneamente, con actores y personajes diferentes que, de alguna manera, estaban repitiendo los mismos diálogos, las mismas frases; equivalencias de sentido: variaciones de lo mismo.
Dos años después de este episodio, debo comenzar por decir que me alegro profundamente de no haberle pedido el autógrafo a Moisés Kaufman aquella noche de invierno. En realidad, no lo hice porque el intermedio era muy breve, porque había mucha gente deseando hablar con el genio detrás del espectáculo, todo el mundo estaba apurado, yo quería buscar un refresco e ir al baño, y, principalmente, por el simple y tonto hecho de que no se me ocurrió. Estaba pasmada, estaba inmersa en el momento, y así como no pensé en tomarme una foto con él tampoco se me ocurrió pedirle que me firmara mi preciosa libreta que ―le conté― había estado acompañándome por toda la ciudad. Supongo que mi admiración era tal que lo importante era que yo le mostrase a él que él era mi amuleto newyorkino, el director de mi obra predilecta, el objeto pues de mi absoluto respeto y la causa de uno de mis mayores asombros como espectadora. Ya él me estaba dando una de las mejores noches de mi estadía en Nueva York, seguramente de mi vida. Y me había brindado la oportunidad de ver lo mejor que había en teatro aquella noche del FITC 2006, unos años atrás. ¿Qué más podía pedirle? ¿Una firma, una foto? Qué va. Yo sólo quería que él supiera: nada más.
Cuando me fui del teatro, esa noche, recordé mi cámara, tomé una fotografía del teatro desde afuera, tipo souvenir, y caí en cuenta de la ¿estupidez? de no haberle pedido el autógrafo. Mi libreta per se ya era un testimonio de algo que no regresaría jamás, una de las tradiciones caraqueñas más importantes que hemos perdido. Cuando la compré, no tenía idea de que ése sería el último festival de teatro que tendríamos el lujo de disfrutar los caraqueños. Es curioso: nunca compré nada como recuerdo de los festivales sino ese año; supongo que, nuevamente, las cosas del azar. Pero, como ya dije, hoy en día agradezco mi torpeza de no haber autografiado el amuleto. Porque a menos de un mes de haber vuelto a Venezuela, antes de que se me hubiera quitado el hábito de cargar con la libreta para todos lados, me robaron el bolso, y cuando repasé mentalmente los objetos perdidos no me dolió la billetera: vacía, como buena viajera recién llegada; ni el celular: más malo que un vergatario; sino los contenidos simbólicos, los que tenían valor afectivo: el sweater de mi papá, las chapas que decoraban el bolso como huellas u ojos de los sitios que habían visto, y, como es lógico, la libreta de I Am My Own Wife. De haber tenido la firma de Moisés en ella, creo que todavía estaría buscando como una desquiciada a los ladrones.







Graciela Yáñez Vicentini

Julio 2010



3 comentarios:

Verónica Cento dijo...

Querida Graciela, disfruté plenamente tu crónica. Lograste un lenguaje ameno, fluido, pero no por eso menos emotivo. Hay varias cosas que me parecieron sumamente interesantes y con las que estoy de acuerdo. La idea del azar en nuestra vida siempre me ha parecido como una muestra de bondad que a veces suele tener el universo con nosotros. Creo que en el fondo uno debe agradecer esos azares cósmicos o como se llamen que en ese instante están de nuestro lado, porque uno nunca sabe cuándo se repetirán. Qué tristeza eso que comentás del robo y de la inevitable pérdida de tu amuleto. Ojalá vuelvas a tener la oportunidad de tener otro. Hay que creer que alguna vez los festivales de teatro serán lo que alguna vez fueron.
Yo recuerdo muchísimo la obra de que montaron de Neruda, no sé si la llegaste a ver, no sé si eran suecos. Fue puesta en escena en los próceres, al aire libre, la verdad que fue algo sumamente hermoso, justamente la obra no tenía límites en cuanto a espacio, entonces todo se desarrollaba alrededor nuestro. Recuerdo que estaban subidos como en un barco grande, y se trasladaban recitando versos de Neruda...una hermosura. Lástima que disfruté poco y nada esos festivales.
Ojalá que vuelvan.

Muy bueno esto. Besos, Gra

José Daniel Cuevas dijo...

¡Excelente crónica, Grace! Nunca he visto alguna obra de Kaufman, pero me quedo con todas las ganas de hacerlo en algún momento, si es que vuelve a montar en Venezuela. Esa triple escena de la que hablas en la que se repite el mismo diálogo me causa una buena sensación, me parece muy mundanamente real.
Felicitaciones Grace, de verdad que la disfruté.

Vicente dijo...

¡Excelente entrada! Comparto la admiración y la falta de gravedad cuando se está ante la gente que se admira. También he podido toparme con la gente que más respeto y tampoco se me ha ocurrido in situ proponer una fotografía o un autógrafo... Y sobre la pérdida del amuleto, qué desgracia. Mi sentido pésame a la autora.
Excepcionalmente bien escrito, una pequeña joya en la blogósfera venezolana.
Saludos,
V.