25 de agosto de 2010

Cazadoras de luz, por Lesbia Quintero


Escritora venezolana egresada de la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela, UCV. Cortazariana de alma y corazón, desgrana morelianas en la intimidad de su estudio. Autora del libro de ensayo "Los umbrales de Rayuela" y otros. En 2008 gana Mención en el Premio de Ensayo "Literatura Solar" en el Estado Mérida. Autores venezolanos le da la bienvenida.









Para Victoria, que me explicó por qué las mariposas son  amarillas.


Una mañana de principios de junio salí hacia mi trabajo como de costumbre y, al llegar a la avenida Lecuna, me quedé con la boca abierta viendo, al igual que las demás personas, cientos de mariposas amarillas que volaban en medio de esa locura urbana de gente que corre, bocinas, humo negro y motorizados que amenazan con zamparle un coñazo con su moto a quien se les atraviese. Ellas (las mariposas) se desplazaban tranquilas, con su vuelo característico. Naturalmente no era habitual ver miles de alas amarillas hendiendo la rutina de una avenida contaminada por los cuatro costados. Escuché que una mujer le decía a otra, tal vez una desconocida, que eso debía ser una migración. Un hombre rechoncho afirmó que venían de El Ávila, «pero El Ávila no queda de ese lado» pensé, al mismo tiempo que miraba en dirección al Nuevo Circo, que era de donde venían las mariposas, pero no tenía ánimos de conversar o entrar en una discusión estúpida con nadie. Otra señora exclamó ¡nada de eso!, están buscando un lugar más cálido para poner sus crías, como los salmones que migran lejos para desovar. «Bueno, bueno», me dije, mientras seguía el espectáculo amarillo que cubría el cielo, «las mariposas no desovan». Una jovencita maravillada le decía a su mamá (creo que era su mamá) que eso le recordaba la Montaña de Mariposas. Entendí que se refería a la novela de Homero Aridjis y no pude evitar poner atención a ese comentario porque la madre le respondió que ella, en cambio, recordaba a Cien años de soledad, y tal vez Mauricio Babilonia estuviera por ahí cerca. «¡Ah!, intelectuales o lectoras», pensé, «no, definitivamente lectoras, si fuesen intelectuales darían una explicación entomológica». Me volví hacia ellas para ver si las conocía, por la editorial pasan muchas personas diariamente, pero éstas al menos no han estado por allá, porque no reconocí a ninguna de las dos.

7 de agosto de 2010

ANTES DE LA INDECENCIA, por Graciela Yáñez Vicentini

Graciela Yáñez Vicentini, cronista, escritora, reseñista, letrada, librera venezolana, nos deleita con esta deliciosa crónica acerca de su pasión por la obra del dramaturgo venezolano Moisés Kauffman.
Autores Venezolanos le da le da la bienvenida a su página.

But Kaufman doesn't just run roughshod over his characters on the way to the big epiphany. He allows them room to make plenty of wisecracks, as well as mistakes; he gives them space to be human.

Stephanie Zacharek





Cuando me enteré de que estaban presentando 33 Variations de Moisés Kaufman en Broadway no supe si llorar o reír. Me inclinaba más hacia la risa, supongo, porque en el fondo sabía que, a pesar de mi miserable condición de venezolana desempleada viviendo en el extranjero y dependiendo de los caprichos de Cadivi, me las ingeniaría para ir. Trabajaría en Starbucks una semana si era preciso ―preferiblemente en The Virgin Megastore de Union Square que en ese momento todavía existía y era para mí algo así como Disneylandia― o hasta me lanzaría una a lo Lado oscuro del corazón y me dedicaría a vender poemas en los bares que había conocido con mis amigos cubanos. No recuerdo ahora cuánto costaba la entrada más barata, si 60 ó 75 dólares o una cifra aún más risible para mí en esos momentos. Lo que sí recuerdo es que era febrero y que, a partir del principio del año en curso, Chávez había reducido el cupo de Cadivi a la mitad de lo que había sido el año anterior. Y que esto significaba, para mí, que aunque tuviera los bolívares de respaldo en mi cuenta para ir a la obra sin sacrificar mi subsistencia hasta el próximo mes (en que volvía a Caracas), igual no tendría los dólares para ello, pues el restante de mi cupo de Cadivi apenas alcanzaría para cubrir mi renta y el par de trozos de pizza que se había convertido en mi consuetudinario almuerzo. La situación era crítica, pues, y, en medio de semejante crisis, exquisiteces como presenciar la última joya de Kaufman eran prescindibles. No para mí, claro, que ya estaba planteándome la posibilidad de la huelga de hambre absoluta ―total, lo de las pizzas no estaba engañando realmente a nadie, mucho menos a mi estómago― porque también sabemos que en medio de una crisis los consuelos espirituales son la única limosna posible para el hambriento. Algo así como el chocolate Wonka para Charlie el de la Chocolate Factory (ahora que lo pienso, uno de los consuelos espirituales que me permití algunas veces fue entrar a Max Brenner’s Chocolate Factory, donde descubrir que el chocolate venezolano es de los primeros que te ofrecen en el menú no tuvo precio… o, al menos, fue tan emocionante como enterarme de la obra de Kaufman).